Alrededor de las ocho y media de la mañana escucho, desde mi pupitre-escritorio-oficina, el murmullo de pequeños metales que caminan. La sala Braille es la pequeña ínsula de tres naúfragos que siegan el sonido, lo llevan a su silencio para colectar figuras, aprehenderlas, y una vez escurridas en la memoria, dejan ir el osario en serpentinas.
En fin, el metal camina, pero apenas se distingue. Es el sigilo el verbum de verbo para residir en esta sala. Por lo tanto coloco el celular (no tengo reloj de pulsera), reviso la hora porque sé que a partir de las ocho y media de la mañana puede aparecer a mi lado el maestro Bernardo. Le gusta llegar de sorpresa porque sabe (se lo he contado) que escucho música o leo, y no presto atención, y, por si fuera poco, mi intento de cubículo está, afortunadamente, alejado de todo el personal de la biblioteca, es mi pegueño y victorioso instante de exilio, de extranjería. Pero como siempre estoy desviándome de mi narración. Continúo. Se coloca al lado del pupitre, digo ¡Buenos días maestro Berna! y me ofrece la mirada más limpia de miseria y mala suerte, su sonrisa. Hasta el momento hemos tenido un desacuerdo laboral, pero se resolvió rápidamente, todo con cordialidad. Oh, en este lugar me gusta la constante cordialidad.
Más tarde, sobre las nueve escucho un pequeño cascabel. Es Coal que va dirigiendo al maestro Alejandro a la sala. Algunos días, cuando más cansada me siento, tengo la impresión que Coal ya conoce a los otros dos outsiders que trabajamos en esta región sui generis; al saludarme el maestro Alejandro, el perro aprovecha ese segundo para mover la cola, mirarme alegremente y saludarme colocando su hocico en mi pierna. Es el único momento en que puedo acariciarlo un poco, porque no es correcto jugar con los perros-guía, No me toquen, estoy trabajando, es el letrero que carga en su arnés para que la gente vea y entienda, en especial los niños, que tienen que ignorarlo. Es un labrador negro, de mirada impasible, que no deja de dormir cuando el maestro imprime (la impresora braille hace un ruido peor que el de una podadora, en esos momentos no puedo grabar).
Pocas veces nos molestan. Sólo cuando hay visitas guiadas. Los estudiantes observan a los maestros como si estuvieran en un zoológico viendo por vez primera un par de tigres de bengala blancos: unos sacan el celular, toman fotos o los graban cuando los profesores dan la explicación de lo que hacen en la sala y muestran la máquina Perkins, el ábaco, la computadora con lector. La última vez un par de chicas le pidieron al maestro Berna que les escribiera su nombre en Braille... debió cobrar el profe... a mí también me corresponde estar ahí y explicar lo que hago, pero como no soy discapacitada visual, no soy de su interés, a mí me da igual, lo que me desagrada es el relampagueo de cámaras fotográficas enfocando a los maestros, la pareja de tigres blancos, dos gloriosas bestias para el acervo fotográfico de los turistas imberbes. Indigno. Por ello es la sala más fotografiada.
No somos parias y no sé hasta que punto gozamos la outsider condición que nos reúne y vuelve nuestra cotidianidad más entendible. Sin embargo este vasto páramo resulta la única extensión donde nuestro y mío resuenan, nos dejan ir sin bastón y sin otro brazo que nos guíe (yo también tengo mi ceguera, pero de ella hablaré otro día) a amplios pasillos y tranquilas esquinas que a veces llamamos triunfo o libertad.