miércoles, 2 de noviembre de 2011

Howth


No pesan las piernas ni las botas reblandecidas. El viento arde en la nariz, se acurruca apenas escuchando aquí, ahora, comienzo que zumba sin dolor en los oídos.

Aquí, ahora. El tiempo no insiste abalanzarse sobre las ciudades que consumen la cólera. Se sienta al lado, lanza su flauta al Atlántico, cuelga la calma rozando al tímpano, concilia al silencio. A él me abrazo.

Suturo la úlcera de haberme sentido en la orfandad. La soledad existe y es plenitud. Deposito en los acantilados la melancolía por los cuerpos cuyas raíces lloré y en placer yací en su península. Penetran en el agua espesa para alcanzar el barco que navega sin compañía, apacible por ser el único en cruzar el mar y dirigir el timón sin sentirse amedrentado por los muslos impacientes de las olas. Así nadan esos cuerpos. La ventisca me tira del cabello. Aquí y ahora me separo de esa minúscula legión. Su ausencia no desequilibra el peso de mi historia: el porvenir nunca sabe cuántas veces hay que trazar nuevos destinos en un mapa para dejar a los recuerdos instalarse en un lugar que no los aprisione, sino los deje correr libremente.

Mis pulmones izan velas, no quedan pliegues dolorosos. Abajo un hombre se baña. Lo miro y resisto el escalofrío, resisto sentada antes de desbocarse la lluvia. Con él me baño. El viento hiende las mejillas, sudan las falanges por la humedad de los guantes. Veo sus rodillas, firmes estacas que la vida nutre. Debajo de mis guantes y mi abrigo corre también una vertiente. Anega la circulación de una sangre que avanza a la velocidad de una estampida de gacelas. Aquí y ahora es un jalón que impulsa a decir, por primera vez, mi nombre.

Mi bufanda es respuesta que el aire a empujones de niño juguetón desanudan: torpes, estorbosas. El corazón necesita otras grutas para recorrerse y encontrar la ausencia de límites. Los ancianos atravesaban cuesta arriba con pasamontañas, con la juventud recuperada, con el pecho pulsándoles vivaz. El corazón recorre nuevas grutas para encontrarse inagotable, gritándonos también aquí, ahora.

Ignoro a las nubes amontonadas con el vientre listo para parir el aguacero. Comprendo al silencio. No temo a los días que en boomerang abrirán la cabeza por las malas decisiones, cuya cuenta es mayor en violencia. Se olvida nuestra condición de alambre de púas en cuerpo de recién nacido. El Atlántico disuelve en su aliento prolongado los rasguños, no hay espacio para los siguientes.

Columbro dos delfines. Párpados de espuma abriéndose apenas, desperezando el oleaje. Los encuentro y siento que en ello la vida finalmente atrae un significado más limpio, visible, como si de una epifanía se tratara, donde no resulta indispensable acumular tantas palabras espinosas que cargaban luto por no saber cómo decirse.

Aquí, ahora. Soy mecida por el aire más puro que agita mi columna y luego se ciñe a mí para sentarme, su impulso es alambique que al cruzar los brazos algo en mí extrae. Mi pecho es aeróstato que viaja y lo que ve lo goza sin añoranza.

La soledad es plenitud. Vuela apacible con los cormoranes. Qué son los nombres, me preguntaba: aquí, ahora, parapentes que dirigidos al mar no mueren, se hunden para fundirse lejos de nosotros. La apología llega muda a los labios, descansa en ellos, sólo hay que abrir un poco la boca sin esperar a nadie. El corazón recorre nuevas grutas para encontrarse inagotablemente nulo de despedidas, de la sucesión de cicatrices provocadas con alevosía. No es válido disculparse. No es necesario disculparse. El corazón se sabe desmedido, su lienzo está en blanco. La vida se acuesta en él, enamorada, reposando al fin.

El hombre termina de bañarse, con lentitud se aleja del agua, no tiene prisa para ponerse la ropa. Me visto emulando esa postergación, me visto tan cerca de esa agua que lo alimenta nuevo y me alimenta nueva a mí, con el salto que encara al frío y lo reta sonriendo, no hay daño. El sol no aparecería, ni siquiera improvisado. El frío no lastima. A unos cinco metros de mí, una pareja de mediana edad camina de la mano mientras su perro ágil avanza los tramos sinuosos, llenos de rocas pequeñas. No echan de menos la proximidad con el animal. Su presencia subyace cuanto más lejano corre, cuanto más pueda avanzar sin voltear y esperarlos. De ese modo nadaron y se hundieron mis posesiones, la memoria a sacos sofocada, mi voz pesada por el estorbo de aquellos cuya música inició como una fiesta y terminó golpeándose tal falena en una lámpara. Desaparecen aquí, ahora, en la gran campana del Atlántico que salpica en su sonido plenitud.

La soledad es su pálpito, clarísima presencia que mansa enmudece.

Revivo en la inmensa bocanada de los acantilados.

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