He comenzado a imaginar que el corazón es una vasta extensión donde hay campos de cerezos y más allá, cuando los pasos alcanzan a perderse por desesperación existen árboles semejantes a un osario, luminoso por su resignado mutismo, admirable por dormir sosegado entre la palidez de su ruina. Y hay otra dirección, un sonido persistente, que solicita acudamos para acallar nuestras alegrías y miserias; quizá es el oleaje sin peces, o la espuma sobre arena aterida.
Para llegar al jardín de los cerezos basta ir galopando, engullir el aire dejando el temor de ser extraño y difuso ante el resto de los hombres, sin necesidad de gritar palabras que muerden la lengua, sacan una diáfana línea de arrebol que somete al rostro, venciéndolo. Basta sentir esa caricia, esa pausa en la que el cuerpo queda transparente en su interior, limpio, al fin liberado de sí mismo, olvidándose de la brida.
Pisar la playa, acercándose a la orilla, mojar los dedos tan sólo, es la recuperación absoluta de la pérdida del horizonte, en donde olvidamos nuestra pesada materia, ese límite que entorpece cuando tememos a cantos que, al fin y al cabo, es llanto de recién nacido.
Pero la llanura está siempre a dos pasos, al golpearnos a propósito, al pensar que no hay senda sin trazos de cardenales en los brazos. Sólo basta hablar, balbucear cuánto tememos al otro, sintiendo una serie de aspas en el pecho que nos obligan, irremediablemente, a convertir nuestros labios en enemigos.
Para llegar al jardín de los cerezos basta ir galopando, engullir el aire dejando el temor de ser extraño y difuso ante el resto de los hombres, sin necesidad de gritar palabras que muerden la lengua, sacan una diáfana línea de arrebol que somete al rostro, venciéndolo. Basta sentir esa caricia, esa pausa en la que el cuerpo queda transparente en su interior, limpio, al fin liberado de sí mismo, olvidándose de la brida.
Pisar la playa, acercándose a la orilla, mojar los dedos tan sólo, es la recuperación absoluta de la pérdida del horizonte, en donde olvidamos nuestra pesada materia, ese límite que entorpece cuando tememos a cantos que, al fin y al cabo, es llanto de recién nacido.
Pero la llanura está siempre a dos pasos, al golpearnos a propósito, al pensar que no hay senda sin trazos de cardenales en los brazos. Sólo basta hablar, balbucear cuánto tememos al otro, sintiendo una serie de aspas en el pecho que nos obligan, irremediablemente, a convertir nuestros labios en enemigos.