jueves, 5 de marzo de 2009

Caminando entre los enebros. La dificultad de las relaciones humanas




Primera parte

Nunca es sencillo terminar una relación, y no me refiero a un noviazgo (que tan bien lo es, y podría entrar en este mismo rubro) sino a una amistad. Mucho menos resulta fácil cuando un amigo le dice a otro que ya no desea más su compañía, su voz y sus consejos. Resulta más desconcertante cuando la ruptura, después de la tempestad de los gritos, insultos y sarcasmo, finaliza cuando uno le dice al otro con tranquilidad: “te quiero, pero voy a alejarme de ti, no tengo por qué perdonarte, no te odio”. Tampoco resulta “una falta de amor” despertar al día siguiente sin ganas de llorar o sin ganas de penar por el querido amigo o amiga con el que ya no estaremos ahora. No me gusta decir perder, no estamos aquí para perder “personas”. No son objetos, no son nuestro equipaje, no las compramos, y tampoco el cariño es una cuerda con la que estamos obligados a ahorcarnos.

No olvidaré la correspondencia de Wittgestein. Éste fue gran amigo de Bertrand Russell, y cuando el malestar cobró considerable altura, Ludwig decidió soltar el lazo afectivo, sin ningún rencor. Lamentablemente Russell no lo tomó muy bien, y nunca pudo perdonarle a otro “el abandono”.

En otro tipo de relación, la de Lutero y Erasmo de Rotterdam, que no fue precisamente de amigos, ocurrió algo curioso. El primero le escribió pidiéndole su apoyo, en aquel periodo de la Reforma, pero el otro actuó conforme a sus ideas y le dijo que no. Lutero nunca le perdonó la negativa, guardándole un profundo rencor. Erasmo no obró en función del daño potencial que pudiera hacerle al otro, sino en función de sus creencias, que no eran del todo compatibles con las de Lotharius (Lutero para los cuates). Y no estuvo “mal” que le respondiera que no “estaría de su parte”.

Si algo nos enseñan es a tomar con fuerza la mortalidad, aferrarnos a ella como un junco y que cada raíz sea una persona que queremos, que resida en la tierra y parta con nosotros. No considero que “nuestro fin en esta vida” sea la aniquilación del ser y la desmedida búsqueda de nudos que nos aten a las personas: “aférrate al otro y si no, ódiale por que te dejó”. Esto lo hacemos nosotros. Pienso que ante todo debemos buscar, solos y sin la ayuda de nadie la libertad, en donde el corazón (no me gusta usar esa palabra por ser muy cliché) se sienta en un campo abierto para sentir mejor el aire del verano y las borrascas y en donde podamos contemplar a los demás con verdadero cariño, y por qué no, también con respeto.

Recuerdo una de mis novelas favoritas, Siddartha, cuando éste decide abandonar con amor a su mejor amigo Govinda, por que era momento, no por enfado o falta de estima.

Pienso también en Unamuno y El sentimiento trágico de la vida, en la imperiosa necesidad del hombre de buscar la inmortalidad, muchas veces a través del otro. Por ello tengo la impresión que queremos “imprimirla” a través de los amigos, deseamos que nos quieran siempre, que nunca nos olviden, que los saludos queden limpios y obligados a aparecer continuamente aunque a veces no tengamos muchas ganas de hacerlos. ¿Por qué dos personas que tanto cariño decían prodigarse, un día deciden no volver a verse nunca, insultándose, jugando al odio? ¿Por qué lastima que el otro un día ya no quiera estar más con nosotros, acaso morirá un trozo de nuestra ínfima existencia por ello?

Hace dos días lo comprendí, verdaderamente me quedó claro. Seamos pámpanos o cadáveres somos y seremos los mismos, con igual rostro abrumado por los malos días, revestido con alegría por la sonrisa que uno mismo puede trazarle a cualquiera o simplemente a nadie.

Hace muchos años decidí terminar una amistad que me hacía daño. Sin ningún tipo de recelo, le dije que le deseaba lo mejor, pero que no podía continuar siendo su amiga. No lo tomó bien, y me demostró un profundo resentimiento. Ahora termino otra, y espero, de verdad espero, que no reaccione como el caso anterior, o lo que es peor, que su respuesta sea parecida a la de Russell o Lutero.

Si algo tenemos que acoger con el mayor de los afectos es la soledad y la distancia. Si no puedo obtener esa libertad, esa plenitud para ser más sincera conmigo y con el resto de la gente, no imagino otra cosa más pura a la cual aspirar.