I
Madre, abuela y yo lanzamos la hechura de mi abuelo al río.
Huitzilapan ataja con sus muslos nuestra sed de ahogar en canto la estrechez de las orillas, de trazar alguna arruga que nos permita residir en su boca antigua y sin historia: desmenuzamos tu última sustancia, deslavamos el deseo de hundirnos en los días que no sabremos dónde vas a estar.
Entregué mis ojos, trágicas figuras que en el calor son pájaros mansos cuyo dolor pierde territorio entre los árboles.
De niña, tras comer, mi madre me decía: espera un poco si no morirás y te llevará el río. Al sentarme en el muelle, mis pies huían del pámpano, de su despojo, ahora tuyo. Miraba el azul y los niños sin pavor al jaloneo, ella insistía, no vayas aún que te llevará el río.
Quizá tu muerte es destello que alumbra a buena hora o es error de no aparejar bien las velas. Tras tu ceniza nos aborda una ráfaga sin memoria.
Madre y abuela te despiden, asoman tus restos, muestran el gran borde fugitivo del mundo, desarman los labios al nombrarte.
El sudor daba palmadas a mis hombros, los tábanos apresuraban beber un poco de mi madre. Nuestro plañido se columpia en las hojas al pulir en nácar la apariencia de tu mano que nos tomaba camino abajo, cuando la risa acurrucaba infancia bajo las conchas.
No hay oración que salve la propia gravedad con la del agua. Escarbar el río donde habita el renacuajo es comprender que nuestro primer llanto nos persigue.
Tu silencio es el tono más alto que la garza acerca a las orillas.