lunes, 21 de noviembre de 2011

No sabía lo que era "el luto"

Sólo le lloraba a un chico muchos días hasta que el rostro se cansara, no me fijaba en alguien más pasados los meses o los años. Era mi versión decimonónica de cerrar las puertas cuando me cerraban las ventanas, consideraba que el rigor de mi abstinencia me haría más digna. Ocurrió sólo una vez. Me volví patio oscuro cuya compañía era un farol viejo que tosía falenas. Sólo pasó una vez.

No sabía lo que era el luto hasta hace una semana. Yo pensaba que sólo se trataba de llorar y quizá encerrarse un poco, no mirar a otros chicos y suspirar de vez en cuando, buscar lecturas, tomar consuelo en los regaños de los padres y en las conversaciones con las hermanas y los amigos, que el duelo era una extensa escalera de caracol en la que al final esperaba un pasillo iluminado en cuyo piso era posible patinar sin resbalarse. Y que los cortes o cambio de color en el cabello aliviaban un poco el malestar de estar nuevamente sola.

Ocurre que no se trató de una relación lineal, en la que dos hablan todos los días, se escriben, van al cine, pasan el tiempo en los cafés, cogen como si fuese el último día en este mundo. Esos "últimos días" fueron paréntesis que se abrieron y cerraron durante seis años. Pensaba que, como tales, el resto de los días/meses, podían ser frases que podía llenar con otros nombres, unos más feos que otros, con chicos más feos que otros, más guapos que esos feos, listos a veces o verdaderos cretinos. Pensé que ese paréntesis sería sencillo no volver a verlo estorbar entre los párrafos.

No comprendí cuando algunas amigas y Juan me dijeron al volver que viviría "el luto".  Me resultaba una palabra ajena, que podía tomar superficialmente como tantas otras que decimos cuando bebemos de más o queremos resultarle a otros más atractivos. Yo ya no lloraba. No me cansaba de decirles, exhibiendo cinismo, que eso ya era agua pasada. A continuación les enlistaba aquello en lo que él y yo no congeniábamos, en su afición  por un género musical que no tolero, por su apología a un pop star que no me gusta. Los momentos que pasamos mal los tomé como chiste: su modo de sorber cuando bebía café o su vida basada en cifras banales: conteo de kilómetros recorridos, calorías consumidas, páginas leídas, dinero gastado o por invertir, como si eso definiera un buen o un mal día, y mi antepenúltima noche, cuando brillé por malacopa agrediendo la concepción del respeto de los noruegos. Reuní estos elementos para reírme de ellos, hice esta historia lo más hilarante posible, mi rol  no fue de víctima sino de comediante. "¿Cuál luto?" Mi experiencia, ya lo he dicho, era decimonónica.

Vi hace una semana las fotos, uno de tantos "antes", el último "antes", mayo en Tlacotalpan y el después, ya en su tierra. En mayo estábamos insoportablemente sonrientes, porque éramos insoportablemente sublunares, sus ojos eran par de láminas azules que partían a la mitad mi risa para que él tomara la otra parte. Escucho al pop start aquel y siento comezón, escucho cumbias y la nostalgia me da balonazos a la cabeza. En las del "después" saco la lengua y abro grandes los ojos, él intenta sonreír pero no puede. Ese día, cuando fuimos al puerto le dije "deberíamos tomarnos una última foto", porque ya era mi último día y sólo quería pasarlo bien,  quise que no me importara, procuré que no me importara porque me lo había propuesto, de ahora en adelante.

Apenas ha pasado mes de mi decisión de no verlo más. Mi empeño ha continuado. No voy a escribirle y cada vez me siento más segura que así debe ser. Como "luto" conocía el llanto, el desaliento, las puertas cerradas y la ausencia de luz, pero no sabía que podía ser irresponsable por reaccionar de modo cínico al desamor: no dejo de salir, me conforta el desorden y la bulla en las cantinas, las luces de los bares y los antros, bebo de más y me meto en líos que no me importan pero me salen caros el romance es auténtica carnicería cuya factura me cobra subirme al ring con aquellos que me quieren. Siento una rabia equiparable a un aeróstato cuya caída será furiosa.

Conclusión: padezco un sentimentalismo desafinado que acompaña sin invitación a los desahogados suspiros de bicicletas. A grito pelado desentierra columpios y resbaladillas, considera su peso igual al de las pestañas a punto de vaciar sus bebederos.