La luz se para de puntas y los gajos dorados en cada una de las hojas no equivalen al calor insoportable. Las siete de la noche se parece más a las nueve y el viento emite el primer bostezo, luego ronca, vocifera y lanza a la cara un rugido juguetón.
Es octubre, es otoño, la ráfaga se inclina a mi cabeza, se quita el sombrero y no hay ocasión en que no horade mi garganta. Comienzo del problema.
Es octubre, es otoño, deja en mí esta marca, la gripe que pone una caldera en mi cabeza y nieve en mis manos, y mi nariz es trombón que toca mal, muy mal.
Cuando era niña lo único que me gustaba de estar en cama era recibir, alrededor de las cinco de la tarde, alguna llamada de mis compañeras de clase preguntándome si estaba bien y me decían qué había dejado de tarea la maestra; en la secundaria y en la prepa la expectativa era mayor: el número de niñas preocupadas-curiosas-intrigadas por mi estado decreció al tal grado que lo compensó las llamadas de los chicos. Aunque ellos no me proporcionaban de manera satisfactoria la información vista durante las clases, los apuntes y los deberes, al menos me hacían reír. Antaño era más enfermiza y cuando no asistía a la escuela podía faltar una semana, siempre y cuando tuviese 38 grados de temperatura, de lo contrario mi padre me obligaba a ir a la escuela. Faltar por gripe era holganza, irresponsabilidad, así que a pararse de la cama, a sentir la cabeza como un yoyo y nada de quejas debiluchas.
La liberación para elegir cuándo faltar y cuándo no fue en la facultad. Menos mal que a pesar del control de asistencias de algunos profesores, un día de descanso-inasistencia era posible. Incluso llegué a recibir alguna que otra llamada, de ninguna compañera por supuesto –no lo digo con gusto-, ni siquiera de aquella que en aquel entonces consideraba mi mejor amiga. Quien me llamó, si mal no recuerdo, era un chico que un día me dio el regalo más original que hasta la fecha me han dado: nada más ni nada menos que un limón. Así como se lee. Afuera del salón de clase, estaba apoyada en la baranda, se acercó y me dijo “esto es para ti”. Uno de mis compañeros lanzó una carcajada. Más tarde me enteré que le dijo a mi amigo “guey, un día voy a darle un costal de limones a Lorena, ja ja, qué cagado verla cargando el bulto”. En efecto, hubiera sido muy gracioso, pero no hubiera aceptado. Posiblemente la repartición de vitamina C al resto de la clase hubiese sido mi obsequio o por qué no, agua de limón con piquete.
Pese a una responsabilidad a veces recalcitrante impuesta-inculcada desde la infancia, hoy no fui a trabajar. Descanso cómodamente en mi cama y el pantalón amplio de mi pijama con bolsillos me parece la mejor prenda del mundo. No tengo mucho sueño, quizá me basta un día para reponerme.
Al menos no pasé tan mala noche, pese a la obstrucción de aire, tan necesario siempre. Mi organismo necesita mejores armas. En el yoga hacemos respiraciones que presuntamente limpian. De hecho ayer –soy necia y fui- estuve sin inconveniente más de la mitad de la clase, hasta me sentía mejor y nada estorbaba a mis pulmones.
Apenas es día 6, restan 25, noviembre y diciembre. Si guerrero 1 y 2, la variante de la postura del pez y mis bufandas no me auxilian, desconozco en qué otros artilugios apoyarme para no enfermarme lo que queda del año.
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